El Mundial de rugby arrancó en el lejano 8 de septiembre con la ilusión de una nueva era y acabó el pasado sábado, 50 días después, como casi siempre. Esa nueva era llevaba el nombre de Irlanda, la mejor selección del momento, número uno del ranking, invicta en 17 partidos. Es verdad que nunca había llegado a semifinales, pero esta Copa del Mundo debía ser la suya. Si fallaba el Trébol, la alternativa era Francia, la anfitriona, que había preparado la competición a conciencia para que esta vez no se escapara un título que sigue inédito en sus vitrinas, a pesar de haber jugado tres finales. Para redondear la idílica resolución, ¿por qué no una final entre ambas con la recompensa de su primera Copa Webb Ellis?
El anhelo de un nuevo país en el palmarés sucumbió en cuartos, en sendos cruces diabólicos que dominaron los dos cocos de siempre. La rotunda realidad del rugby cayó como un mazo sobre los soñadores. La final no iba a ser entre dos aspirantes, sino entre dos tricampeones: los All Blacks contra los Springboks. La corona viajó a Sudáfrica, que nos recordó una verdad aún más dura en el deporte. Las finales no se juegan, se ganan. Y lo importante es ganar, no importa cómo, aunque sea por un punto. Los africanos sacaron adelante sus tres últimos partidos por la mínima: 29-28 ante Francia, 16-15 ante Inglaterra y, al fin, 12-11 ante Nueva Zelanda. Ni siquiera hizo falta ensayar para levantar el trofeo. Bastaron las patadas de Pollard. Sudáfrica triunfó por oficio, porque está acostumbrada, porque era la vigente campeona con más de una decena de repetidores, porque sabe bailar en el alambre… Los All Blacks ya no son los más grandes. Quizá sean los más bonitos, pero no los mejores. Como lo era Irlanda o como tantas veces lo ha sido Francia. Pero unos juegan y otros vencen. El rugby es un deporte donde compiten 15 contra 15… y siempre ganan los Springboks.
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