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El bienestar como coraje: la importancia del modelo social de la discapacidad en el ejercicio del derecho a la salud mental


El pasado 10 de octubre se celebró el día mundial de la salud mental, cuyo lema fue que la salud mental es un derecho humano universal, el cual puede ser ejercido por todas las personas, sin discriminación. Pese a esto, sigue siendo un gesto valiente, en un contexto en que se considera a la discapacidad como una tragedia, estar bien, sentir –mostrar– que se habita cómodamente un cuerpo, una identidad. Podríamos incluso hablar que constituye una práctica de resistencia acceder a un estado de bienestar integral si se tiene un problema de salud mental o una discapacidad, porque resulta contraintuitivo, dada la comprensión del fenómeno de la discapacidad y la falta de eficacia e implementación de la salud mental como un derecho.

Sobre la comprensión de la discapacidad, esta se ha entendido como un fenómeno caracterizado por el defecto, la diferencia o la deficiencia, y ha conllevado a la generación de estigmas y de medidas para su ocultamiento o curación. Desde un enfoque radical, está el modelo de la prescindencia en el que la discapacidad es un castigo o una maldición, que hace del sujeto un objeto que se debe ocultar, eliminar o aislar de la sociedad. Desde un enfoque biomédico, en cambio, la discapacidad es un fenómeno biológico que puede tratarse a través de prácticas de normalización mediante la rehabilitación u ocultamiento de la diferencia. Asimismo, este último enfoque, aunque reconoce humanidad en las personas con discapacidad, no reconoce el estatus de sujeto de derecho, principalmente porque la deficiencia opera como una restricción de derechos. Pese a las distinciones de ambos modelos, hay un aspecto común y es que la discapacidad es un problema del individuo y no de la sociedad.

Sin embargo, desde el enfoque de derecho, y particularmente desde la adopción de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD)–en cuya redacción por primera vez participaron tantas personas activistas–, la discapacidad dejó de observarse como un defecto o un fenómeno puramente biológico e individual, para considerarse como un fenómeno especialmente social. El problema de la discapacidad, en este sentido, no es la deficiencia de la persona, sino que es de la sociedad que no soporta ese desajuste, en el cuerpo, en la forma de hablar, en la comunicación, en el reconocimiento de la humanidad de las personas con discapacidad como un igual. La discapacidad, entonces, para un modelo social y con enfoque de derechos deja de ser una tragedia, porque, por el contrario, la tragedia está en el mito de la normalidad, que trasciende a la discapacidad.

Lamentablemente, la persistencia de la medicalización en nuestras prácticas cotidianas dificulta la apertura a un modelo social de la discapacidad, porque estamos acostumbrados a ver que los problemas son individuales, cuando estamos llenos de determinantes sociales y dispositivos que modelan nuestras conductas. Por lo mismo, existir con discapacidad ya es un acto de coraje, sobre todo cuando el estigma, como un dispositivo social, se internaliza en las personas incentivándolas a esa extenuante carrera moral que explica Goffman en su libro “Estigma. La identidad deteriorada” (1963).

En cuanto a la comprensión de la salud mental como un derecho humano universal, también se observan múltiples complejidades. Ello porque el estatus de derecho no solo implica el goce de un derecho, sino que también su ejercicio, por ejemplo, a través de la exigencia de cobertura en prestaciones de salud mental que se equipare a las de salud física, del acceso a atención de calidad y oportuna, de la promoción de espacios de trabajo no discriminatorios y amenos para el bienestar de los trabajadores, etc. Sin embargo, la garantía de promoción, prevención, protección y recuperación en el área de la salud mental como derecho humano universal aún dista mucho de ser efectiva. Algunas de las razones que se pueden aducir son, precisamente, la persistencia de la medicalización y la fragilidad del enfoque de derechos en estos temas.

Por un lado, existe una fuerte creencia que la salud mental es el pariente pobre de los asuntos de salud, cuando la finalidad es equiparar el trato e incluso más, pues los problemas de salud mental no solo son de salud, sino que también del intersector (vivienda, educación, trabajo, desarrollo social, etc.). Esa creencia ha provocado que se diseñen pocas políticas públicas y de destine menos presupuesto público en el ámbito de la salud mental. Por otro lado, se cree que los problemas de salud mental son relevantes solo en la medida que se tornan incontrolables y requieren de una intervención coercitiva, a través de prácticas todavía recurrentes en la región latinoamericana, como la sujeción a terapias electroconvulsivas involuntarias u hospitalizaciones psiquiátricas forzadas. De este modo, se descuida la prevención y promoción de la salud mental y solo se le da relevancia cuando se requiere de intervenciones complejas.

También se descuida la recuperación e inclusión de las personas con problemas de salud mental y discapacidad en la sociedad, al mantenerse figuras asilares como los hospitales psiquiátricos y al no asegurar la protección de los derechos de las personas que se encuentran      residiendo en dispositivos de salud mental como hogares y residencias protegidas. Esto último porque, entre otras carencias, no existe un organismo de protección especializado, independiente y con facultades sancionadoras que supervise estos dispositivos.

Por todo lo anterior, si ya es difícil afirmar que fácticamente se ejerce el derecho a la salud mental y se operacionaliza en prácticas que permiten su ejercicio, más difícil aún es sostener que el derecho a la salud mental es ejercido por personas con discapacidad cuyo estatus como sujeto de derecho sigue siendo cuestionado. 

Sin embargo, si nos tomamos en serio el enfoque de derechos y el modelo social de la discapacidad, hay que considerar que no solo la salud mental es un derecho humano básico para las personas con discapacidad, sino que también lo son los derechos de la capacidad jurídica, del acceso a la justicia, del consentimiento informado, del no ser hospitalizados sin o contra la voluntad, entre muchos otros. Pero también, el modelo social nos explica que el acceso al bienestar integral para ningún ser humano debería estar restringido por barreras sociales, pues los daños que genera pueden ser irreversibles.

La adopción de este enfoque es crucial para el Sistema Internacional de Derechos Humanos, sobre todo el latinoamericano, en el que aún persisten tratados como la Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad, la cual en su artículo 1 inciso final dispone como no discriminatoria una figura tan cuestionada y restrictiva de derechos como lo es la interdicción. Es de esperar que este enfoque contribuya a las modificaciones normativas pertinentes tanto a nivel internacional, como a nivel local. Lo anterior, a través de legislaciones exclusivas sobre salud mental, aplicables en fallos judiciales y decisiones administrativas que afecten a personas con discapacidad y personas usuarias de salud mental, cuando se vean expuestas a la aplicación de tratamientos involuntarios, a dudas sobre su consentimiento informado y capacidad de consentir, para la determinación de voluntades anticipadas y tantos otros temas que abarca este enfoque.

Como reflexión final, me gustaría acotar lo importante que hubiera sido en mi adolescencia, e incluso ahora en mi adultez, sentir que poder tener un cuerpo gordo no es una catástrofe, sino un problema social que continúa con el estigma. O cuanto me gustaría haber sabido que es difícil llegar al bienestar si trabajas sin descanso, si conservas lazos familiares que te hacen sentir triste, si sientes culpa cada vez que comes, si abandonas espacios de placer dominados por el discurso de que estas mejor vomitando, siendo muy delgada, haciendo siempre cosas. La tragedia no es la discapacidad, no es el cuerpo, sino que son las inagotables prácticas de ajuste exigidas directa o subrepticiamente que impiden algún grado de bienestar. Y el coraje, creo, es resistir a algunas de esas prácticas y exigir el ejercicio de derechos humanos tan importantes como el de la salud mental.



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Antea Morbioli

Hola soy Antea Morbioli Periodista con 2 años de experiencia en diferentes medios. Ha cubierto noticias de entretenimiento, películas, programas de televisión, celebridades, deportes, así como todo tipo de eventos culturales para MarcaHora.xyz desde 2023.

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