12 años tenía Rossini cuando en unas vacaciones escribió (dicen que en tres días) seis sonatas en cuatro partes (dos violines, violonchelo, contrabajo) para complacer la petición de su anfitrión, el joven terrateniente Agostino Triossi, contrabajista aficionado, que en aquel momento albergaba también en su casa a dos primos, uno violinista y otro violonchelista. Aunque se publicarían en forma de cuarteto clásico y el compositor maduro renegaría de ellas, las obras se celebran aún hoy como producto del desatado talento melódico de quien pasados unos años se convertiría en el rey de la ópera italiana en toda Europa justamente por eso, por su desbordante e inagotable fantasía melódica.
Bien está que el ciclo de cámara de la ROSS haya decidido arrancar con la presentación de estas obras en su formato original, aunque quizás programar las seis piezas seguidas (breve descanso en la mitad) haya sido excesivo: casi noventa minutos de fórmulas armónicas, melódicas, ornamentales y rítmicas repetidas hasta la saciedad cansa al más rossiniano de los aficionados. Las sonatas están todas en modo mayor y tienen tres movimientos, articulados según los tiempos del concierto clásico (rápido-lento-rápido). Rossini fue desde luego hábil en los contrastes, con movimientos centrales entre tiernos y melancólicos y extremos, ligeros, espontáneos, ágiles. Aunque los dos violines están claramente privilegiados (en el estreno, él se encargó del segundo), las imitaciones entre los instrumentos son constantes, y en ellas el niño dejó también que violonchelo y contrabajo tuvieran sus puntuales momentos de gloria. Para Dmitrienco, Díaz, Natsvlishvili y Ciorata (¡qué afinación la del contrabajista rumano!) las obras no supusieron ningún problema. Las tocaron con brillantez tímbrica, equilibrio impecable y la agilidad ornamental que las escalas arriba y abajo y los continuos floreos del joven músico están reclamando.
