Música

Una meditación metafísica: la música es mente en sí misma – LaEscena


yours is the music for no instrument
yours the preposterous colour unbeheld
e.e. cummings

La conciencia es esa sensación inconfundible de que se es, se está, se percibe, se sabe, se desea o se actúa, aparentemente inútil, porque tal vez podría sernos suficiente con ser, estar, percibir, saber, desear y actuar sin más. La conciencia es considerada el núcleo duro del problema filosófico de la mente, entendiendo por «mente», sin entrar de momento en grandes detalles ni distinciones, lo que se supone que hace esa parte del cuerpo que llamamos cerebro. La mente es, como la conciencia, otro engorro filosófico, porque si efectivamente es algo así como el equivalente cerebral de la respiración, la digestión o la circulación sanguínea con relación a los sistemas orgánicos respectivos, lo cierto es que lo que sabemos sobre la primera es relativamente nada en comparación con lo que sabemos sobre cómo estos últimos sistemas consiguen realizar sus funciones correspondientes. De tal manera que la mente se convierte en el núcleo duro del problema del cuerpo, porque nos lleva al límite de nuestra comprensión de esa carcasa que, en último término, posiblemente sea todo lo que somos.

En resumidas cuentas, el problema de la conciencia viene a ser una especie de suplemento energético para aquellos que puedan pensar que el problema de la mente no es un suplemento energético lo suficientemente estimulante para quienes se interesan por el problema del cuerpo. Pero lo más escalofriante de todo este asunto es que, a la vista de nuestras limitaciones o, directamente, de nuestra ignorancia, no es descartable la posibilidad de que la mente y la conciencia no sean realizaciones funcionales del cuerpo, sino todo lo contrario: es decir, que el cuerpo no sea más que una ilusión, una creación ficticia de esa cosa horrible que llamamos la «mente consciente». Esta tesis, ciertamente escalofriante, ha sido reformulada históricamente de varios modos, todos ellos muy imaginativos. Los más populares acaso sean el argumento del genio maligno (ese que nos embauca provocándonos sensaciones desconectadas de aquello acerca de lo que aparentan ser) [1] y el del cerebro en una cubeta (imagen que nos invita a pensar que no somos más que un órgano viscoso y tirando a informe, sumergido en un líquido turbio atravesado por sensaciones sin ningún correlato externo, como la de que tenemos un cuerpo) [2].

Pese a desafíos como estos, hay todavía quien piensa que la filosofía es aburrida, que es, por cierto, algo por completo diferente a pensar que sea o no inútil. Personalmente, la filosofía me parece útil y divertida, aunque me parecería igualmente divertida si fuese inútil y útil si fuese aburrida. Es perfectamente posible vivir por completo al margen de la filosofía, de igual modo que podríamos vivir como seres apenas sintientes, con una mente poco desarrollada y una conciencia mínima. Alternativamente, uno puede convocar y convertir a la filosofía en parte de su vida para, por ejemplo, intentar darle una mayor profundidad a su interés por cualquier cosa. A mí, por ejemplo, me interesa la filosofía de la música, por más que no la necesite realmente como parte de mi disfrute musical. Sin embargo, creo que es aún más interesante que casi cualquier cosa que a uno le interese, como en mi caso la música, pueda seguramente convertirse en un vehículo para hacer filosofía o encarar problemas filosóficos. De modo que lo que sigue no es un ejercicio de filosofía de la música. Intentaré, al contrario, servirme de la música para filosofar. ¿Música filosófica? No lo sé, ya se verá.

Hace no demasiado tiempo, descubrí que siempre que tenía que (o simplemente se me ocurría) enfrentarme al problema de la mente consciente, el apoyo más sólido que encontraba para llegar a algún sitio me lo ofrecía pensar directamente en la música, para sacar conclusiones solo indirectamente o de rebote sobre la mente. La razón es bastante simple: la música es algo con lo que convivimos de una manera muy semejante a como lo hacemos, en general, con la mente consciente. Doy por supuesto que cualquiera llega a sumirse en momentos de relajación en que consigue no ser otra cosa más que, por ejemplo, la música que se encuentre escuchando en esos instantes. A partir de ahora, hablaré en primera persona, porque la vivencia de lo mental también es, analítica o inevitablemente, una vivencia en primera persona (cada cual puede replicar este experimento con su propia primera persona y la música con la que más pueda identificarse).

Supongamos que empiezo a escuchar «Only shallow», la maravilla que introduce esa maravilla entre las maravillas musicales que es el Loveless (1991) de los irlandeses My Bloody Valentine. Pues bien, en este preciso instante mi existencia me resulta absolutamente incuestionable gracias a ese vendaval de notas y distorsiones, haya sido yo mismo quien ha depositado la aguja sobre los primeros surcos de mi copia en vinilo de Loveless, haya sido maliciosamente el genio cartesiano en un reproductor de cd [3] o sea, sin más, la sonoridad líquida del fluido circundante al agitarse la cubeta en la que estoy expuesto, pongamos por caso, en el Hunterian Museum del Royal College of Surgeons of England [4]. Nada puede importarme menos porque, indefectible[5]mente, esa música está ahí y, aunque yo no sea nada más que eso en ese instante, serlo resulta suficiente para que sea algo. Es decir, podría limitarme a ser una sensación musical, y nada más que una sensación musical, y eso bastaría para que se pudiera proclamar la existencia, no solo de mi mente, sino de lo mental en el mundo. De todos modos, en mi experimento, Loveless suena, por el momento, por obra de mi imaginación, es decir, en ese reproductor musical interno, de mayor o menor calidad, que todos recibimos al nacer como parte de nuestro equipamiento de serie.

Habrá quien pueda reaccionar pensando que, por si el problema de la mente no fuese ya bastante peliagudo, aquí viene alguien queriendo hacer creer al personal que puede arreglarlo simplemente transformándolo en el problema de la música. No es esa mi intención: para arreglar (o no) el problema de la mente ya tiene la academia suficientes doctores en filosofía. Ni siquiera me planteo solucionar el problema filosófico de la música, que también existe y tiene sus propios doctores. Mi única pretensión, mucho más modesta, es la de intentar pensar acerca de algo tan escurridizo como la mente a través de algo bastante menos escurridizo (creo yo) como la música. Pensar sobre la música tal vez sea una de las maneras de, por lo menos, domesticar hasta cierto punto el problema de la mente.

Loveless sigue avanzando en mi imaginación musical y, en este momento, suena la segunda pista: «Loomer». A mi alrededor, silencio. Solo si presto atención puedo escuchar además el golpeteo de una intensa lluvia, amortiguado por el doble vidrio de las ventanas. Pero apenas le presto atención, porque se la estoy dedicando casi por completo a «Loomer». Pero ¿dónde está «Loomer»? Supongo que en el interior de mi cabeza, aunque tal vez me esté dejando llevar, sencillamente, por el hábito verbal de atribuirle a la cabeza lo que no sabemos muy bien donde localizar. ¿En mi mente? Me temo que ídem. Sea como sea, me resulta sencillísimo extender la música imaginada hasta mis dedos; incluso proyectarla sobre cualquier superficie próxima y hacer que también resuene en ella. Aunque suene divertido, no me parece correcto decir que mis dedos o esta mesa se hayan convertido en partes de mi cabeza o de mi cerebro. En cambio, no veo inconveniente en decir que, de repente, son partes de mi mente. No hay que olvidar que, de entrada, no tenemos la más remota idea de qué sea eso de la mente. Sigue siendo una palabra en busca de quien la entienda. Pura golosina para la filosofía analítica. Lo que acabo de comprobar a través mis dedos y de la superficie más cercana a mi alcance es que la música resulta ser algo fácilmente corporeizable y extensible al ambiente, que es precisamente lo que algunos filósofos sostienen acerca de la mente [6]. Se entiende perfectamente lo que quieren decir pensando tan solo en la habitual participación conjunta del cerebro, las manos, el lápiz y el papel o una calculadora electrónica en una operación matemática. Bien pensado, si algún sentido tiene que hablemos de la «mente» es para ir más allá del cerebro y del cuerpo, evitando al mismo tiempo caer en ideas fantasmales de cualquier tipo. En esta capacidad de corporeizarse y extenderse, mente y música comparten de nuevo un tipo afín de existencia. No sabemos gran cosa sobre qué sean una y otra, pero saber que aparentan ser más de lo mismo (o muy parecido) es ya un avance. Entre tanta disquisición, acaba «Loomer» y pasa «Touched» sin que casi la haya saboreado.

«To here knows when» es un momento demasiado intenso de Loveless como para resistirme a la tentación de levantarme, buscar mi copia en el estante correspondiente (música de los 90, letra M) y ponerla a sonar en mi giradiscos [7]. Es un momento extraño: ¿existe o ha dejado de existir Loveless desde que dejó de sonar en ¿mi cabeza? y mientras me desplazo al cuarto de al lado, regreso con el disco a la sala donde se encuentra mi reproductor musical físico y dejo caer la aguja sobre el surco oportuno? Confío en que la respuesta sea que sí, porque no soporto la idea de un mundo en que no existe Loveless. Existe, pues. Al menos para mí. Ahora bien, ¿dónde ha estado existiendo durante todo ese tiempo de impasse? Por suerte, Loveless también existe en mi disco de vinilo, donde está sonando ahora, incluso cuando no está sonando. Incluso cuando estoy dormido. He aquí otra de las razones por las que me apunto a la idea de una música extendida, paralelamente a la idea de una mente extendida. Si no existiese para agarrarme a ella, odiaría la existencia en momentos en que las cosas que la hacen tolerable, como Loveless, dejasen de existir.

La música existe, en fin, en una compleja y heterogénea red sin límites precisos. Como la mente. No consigo expresarlo mejor que con una autocita [8]:

La música se crea, se interpreta, se reinterpreta, se escucha, se baila, se memoriza, se rememora, se graba, se distribuye, se vende y se compra, se colecciona, gana polvo, se desempolva, se comenta, se critica, se comparte, se intercambia, se dispensa como un ambientador, se inhala como una medicina… En cualquiera de esos momentos, está tan presente como en cualquiera de los demás. [9]

La música, no tengo duda, es pura mente extendida… porque es puramente extendida. Entiéndase bien: no es «música» (es decir, no se sabe muy bien qué) más una serie de aditamentos con que compone un conglomerado más extenso; es el conglomerado en cada una de sus partes y en toda su extensión. Suena «When you sleep», uno de mis momentos preferidos de Loveless. Lo dejo todo, nada me interesa en este momento que no sea ser esa canción por unos minutos.

(«I only said», «Come in Alone», «Sometimes», «Blown a wish», «What you want». ¡Buff! Han ido pasando una tras otra como si el mundo se hubiese concentrado y confundido con ellas.)

Escuchando música uno puede realmente convertirse en la música que escucha, igual que cuando uno siente dolor se convierte en poco más que el dolor que siente. Y, como el dolor, la música es algo más articulado y complejo de lo que su apariencia de robusta unicidad nos pueda llevar a pensar. En el dolor concurren sensaciones de anticipación, concentración, ansiedad, autosugestión, prejuicios culturales, experiencias pasadas, etc. En cada ocasión particular, pueden darse más o menos de todos estos elementos constitutivos y con mayor o menor prevalencia relativa. El dolor no se localiza en ningún lugar en particular ni existe una única forma de sentirlo. Existen maneras muy diversas de encontrarse en una situación dolorosa, sintiendo más o menos dolor o apenas sintiéndolo [10]. Estas son algunas de las razones por las que muchos estudiosos adoptan el dolor como epítome de lo mental y de la experiencia consciente, consiguiendo además eludir, por engañoso, el carácter aparentemente compacto, homogéneo e indisoluble de la mente consciente. Pues como el dolor, la música. La música es un deseo anticipatorio (el que me ha llevado hoy, por ejemplo, a escoger Loveless entre millares de alternativas a mi alcance), una forma de concentración a veces muy posesiva y a la que otras veces no le importa compartir focos de atención (el disfrute de «Soon» no me ha impedido, por ejemplo, dar curso a estas reflexiones), un antídoto contra otras ansiedades y un auto-generador de sus propias ansiedades («Soon» se acaba y, con su nota final, dejaré de ser Loveless, una de las identidades más hermosas a través de las consigo imaginarme vivo), un imán mental que me acerca a unos y me hace repelente a otros, etc. No está más en unas que en otras de todas estas facetas: cualquiera de ellas puede faltar aquí y allá y cualquiera puede imponerse sobre las demás en cada ocasión particular.

Lo cierto es que se puede estar inmerso en música sin apenas sentir la música, como cuando estamos enredados en el hilo musical de unos grandes almacenes, en las calles competitivamente iluminadas durante la agotadora Navidad™, en ceremonias en las que somos involuntarios asistentes, en las esperas o transiciones absurdas de los servicios de (des)atención telefónicos… Pero cuando uno siente plenamente la música, es cuando realmente se olvida de que está inmerso en música.

Y se es simplemente música.

____

[1] Es el genio que convoca Descartes en la primera de sus Meditaciones metafísicas (KRK; ed. de Vidal Peña, 2005), libro que nunca me cansaré de recomendar. No debe confundirse con el diablillo, o ludión, de Descartes, en realidad invención de Raffaelo Magiotti. DLE™, alabado sea, nos define ludión del siguiente modo: «Aparato destinado a hacer palpable la teoría del equilibrio de los cuerpos sumergidos en los líquidos. Es una bola pequeña, hueca y lastrada, con un orificio muy pequeño en su parte inferior, por donde penetra más o menos cantidad de líquido cuando se sumerge en agua, según la presión que se ejerce en la superficie de esta».

[2] Creada por Gilbert Harman (Thought, Princeton University Press, 1973), aunque popularizada por Hilary Putnam (Reason, truth, and history, Cambridge University Press, 1982).

[3] Yo estoy casi seguro de que fue el genio de Descartes quien pretendió, allá por los años noventa del pasado siglo, acabar con el vinilo como soporte musical o, al menos, convencernos de que había acabado con él. ¿Quién si no? Bueno, Herbert von Karajan parece que le echó una mano y que SONY© puso la financiación.

[4] Sorprendente gabinete de curiosidades biológicas organizado en el siglo XIX por quien la historia ha falsificado como el opositor arquetípico de Darwin, el gran Richard Owen. Aunque seriamente afectado por el Blitz (1940-41), me refiero al museo, no a Richard, lo que resistió a la destrucción o pudo reconstruirse puede visitarse en el bellísimo entorno de la elitista London School of Economics.

[5] «Que no puede faltar o dejar de ser» (DLE™).

[6] Vid. George Lakoff. 1999. Philosophy in the flesh: The embodied mind and its challenge to Western thought, Basic Books; Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch. 2017. The embodied mind, revised edition: Cognitive science and human experience, MIT Press; Andy Clark y David Chalmers. 1988. «The extended mind», Analysis 58(1), 7–19.

[7] Quienes, como yo, arrastraban la duda, deben saber que DLE™ no aclara si «giradiscos» y «tocadiscos» son o no términos sinónimos. Tocadiscos es el «aparato que consta de un platillo giratorio, sobre el que se colocan los discos musicales o sonoros, y de un fonocaptor conectado a un altavoz», mientras que giradiscos es el «plato del tocadiscos», en su acepción 1, y el propio «tocadiscos», en su acepción 2. Sin embargo, no podemos pasar por alto que, en la definición de tocadiscos, lo que aparenta ser el giradiscos es un «platillo», mientras que en la definición propia de giradiscos resulta ser un «plato». Pues resulta que, para DLE™, plato y platillo no son lo mismo: platillo es algo «semejante al plato», por tanto, no un «plato». Y uno se pregunta: ¿acaso no tiene la docta casa un servicio de inspección interna de sus definiens? La inconsistencia campa a sus anchas por el territorio DLE™. Es duda de la que daré personalmente traslado en los próximos días en la Caseta 1 (Bloque 1) de la 83 Feria del Libro de Madrid, donde la docta tiene expositor.

[8] Dejo constancia de la repelencia por lo que se ha dado en llamar «granjas de citas» y mi desprecio a sus practicantes, uno de ellos, según parece, magnífico rector de una universidad nacional de élite.

[9] «Si algo es para lo que sirve, ¿qué demonios es la música, si no sirve para nada?», LeEscena (27.08.23).

[10] Vid. Nikola Grahek. 2007. Feeling pain and being in pain (second edition), MIT Press; Ronald Melzack y Patrick Wall. 2008. The challenge of pain. 2nd edition, Penguin.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo



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Marc Valldeperez

Soy el administrador de marcahora.xyz y también un redactor deportivo. Apasionado por el deporte y su historia. Fanático de todas las disciplinas, especialmente el fútbol, el boxeo y las MMA. Encargado de escribir previas de muchos deportes, como boxeo, fútbol, NBA, deportes de motor y otros.

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