Boxeo

Más noticias para alimentar a Netflix – El Colombiano


Convertir grandes noticias en series televisivas es arriesgado y fascinante. Colombia, qué duda cabe, es una súper potencia por su constante cosecha de sucesos increíbles. Son muchas las experiencias en eso de transformar noticias en una obra audiovisual que hipnotice. Pero la exitosa mutación exige más que una potente historia real de base. Mucho más.

El más reciente ejercicio de este tipo está causando furor en Netflix: Secuestro del vuelo 601. La serie ha “pegado” en toda Latinoamérica y España. Se trata de una miniserie en la que se rememora una historia que mojó prensa en 1973. Un avión de la desaparecida aerolínea Sociedad Aeronáutica de Medellín (SAM), que decoló de Bogotá rumbo a Medellín con una escala en Pereira, fue secuestrado por dos sujetos. En el vuelo iban 84 pasajeros –incluyendo una pareja de millonarios–, 7 tripulantes y 300 pollitos vivos. Los criminales dijeron ser del ELN, pero en realidad resultaron ser dos futbolistas sin futuro, demasiado desesperados. En pleno vuelo, con capuchas, armas y un disparo al fuselaje se hicieron con el control del avión. Exigían 200.000 dólares y la salida de la cárcel de varios compañeros de la supuesta causa guerrillera.

Las cosas, como suele ocurrir en Colombia, se fueron enredando hacia lo bizarro y el asunto terminó en nada menos que el secuestro más largo en la historia mundial de la aeronáutica. Aquel vuelo sufrió más de 60 horas de retención, pasajeros y tripulación surcaron 22.000 kilómetros con 12 aterrizajes y despegues en 6 países por lo que fue necesario reabastecer el HK-1274 en varias oportunidades. La increíble historia fue recopilada en detalle por el periodista italiano Massimo Di Ricco en su libro Los condenados del aire.

Con esos insumos brotados de la realidad delirante, Camilo Prince y Pablo González, el dúo de libretistas y directores de la celebrada miniserie, crearon algo nuevo. Una gran historia. Este servidor los conoce. Trabajé con ellos en otro de sus logros, la miniserie sobre el caso del joven Luis Andrés Colmenares, basada en mi libro Nadie mató a Colmenares, proyectada también en Netflix. De eso hace más de cinco años.

Cuando me propusieron la idea, pensé que se referían a hacer un documental sobre la historia a partir de mi investigación, algo así como convertir la versión periodística impresa en una versión periodística audiovisual. Pero no. Lo que querían, y se salieron con la suya, era hacer una versión ficcionada de lo sucedido.

Me costó asimilar la idea, no, más bien tolerar eso de “ficcionar”, ya que la historia de Colmenares, tal como la conté en el libro y como luego las sentencias judiciales lo confirmaron, fue una batalla escrita contra las falsedades que pulularon en ese caso para suponer un crimen que jamás ocurrió. En Colmenares los delincuentes fueron quienes propusieron trampas para alejar a la justicia de la verdad. Crearon una farsa truculenta que contó con la aquiescencia de los medios de comunicación.

Un crimen improbable, aunque, eso sí, espectacular al punto que cautivó al país. Las barras querían sangre y los señalados aún hoy llevan una vida discreta, en procura de que el estigma no reviva. Para ciertas partes interesadas en el caso y para los medios la farsa era rentable, no la verdad. Porque la maldad nos fascina, y es taquillera.

Por todo ello, considerar la idea de agregar ficción al subyacente del periodismo me parecía inconveniente. Pero el dilema se resuelve fácil al advertir que el resultado, bueno o malo en términos narrativos, es otra cosa: es una obra audiovisual no periodística. Lo que vemos en la pantalla bajo el rótulo de “basado en hechos reales” es otro paseo.

Información y entretenimiento son cosas distintas, no creo que una u otra sea superior o inferior, y el error estaría en juzgarles por lo que no son: consentir datos inciertos en un reportaje para que luzca vívido o exigirle a una serie lo fáctico sobre lo espectacular. Tampoco me parece que esta oferta ampliada genere confusión o vaya en detrimento de la calidad de la opinión pública. Hasta ahora no he escuchado a nadie en un debate serio citando lo que pasó en la serie para reforzar su argumento sobre un acontecimiento de interés general. El público comprende la severidad de lo que encuentra en los periódicos y se hace con suficiente maíz pira para ver la miniserie del momento.

Así que Prince y González, y cualquier libretista, se equivocaría si le negaran a la audiencia un personaje que tensa de maravilla el arco dramático por el sambenito de que así no fue. Y un servidor, o cualquier periodista, no estaría haciendo su trabajo si publicara un informe consciente de que hace eco de falsedades. La información puede ser leña para series, pero el fuego que surge no es periodismo.

Y puestos en su terreno, los libretistas son magos en aquello de concebir la chispa adecuada. Para Prince y González, el quid, al transmutar hechos noticiosos en series televisivas memorables, está en la creación de los personajes que encarnan el cuento. “La mirada periodística e histórica de los hechos suelen ser objetiva y fría. Nosotros cambiamos ese punto de vista, contamos la historia a través de personajes que generan una conexión visceral, porque son humanos, tienen sentimientos, talentos y yerros”, explica Prince. Y me consta eso que dice.

El más acucioso estudiante de derecho podría examinar con minucia las audiencias judiciales del caso Colmenares y nunca pillaría a un par de personajes clave que aparecen en la serie. Es a través de esos personajes que los creadores de ese artefacto audiovisual conectan con el televidente quizá de forma más contundente que un abogado real exhibiendo “la prueba reina”. Pero crear un personaje no significa, necesariamente, imaginarlo del todo, o mejor, crearlo de la nada. En la lógica Prince-González tiene más que ver con poner los focos sobre él o traerlo a escena, darle forma y hacerlo memorable al proveerle atributos humanos.

Ese es el truco tras “el flaco Marulanda”, el personaje que cubre el secuestro del vuelo 601. La actuación de Carlos Manuel Vega es de antología. Se trata de un joven arribista, clasista, con sed de figuración y dotado de una lengua colosal. Uno de esos personajes que andan por la vida varios centímetros arriba de sus zapatos de cristal. El flaco Marulanda es algo así como una mezcla entre la parla de Martín de Francisco y la circunspección de Luis Carlos Vélez, pero sin el abolengo de uno y otro. Quizá en la vida real hubo un periodista así de singular que en 1973 cubrió el secuestro del HK-1274. Quizá no. A lo mejor es una construcción ficcional de los escritores de la serie o apenas una reformulación, el caso es que ellos le dieron forma de sujeto y proyectaron los focos sobre él. Y no solo ellos, también el actor quien le sumó lo suyo al ahora inolvidable personaje.

Y así otras tantas circunstancias, personajes y situaciones que se reelaboran, enfatizan o descartan para contar una nueva historia en formato audiovisual. Es una apuesta, insisto, y como tal puede salir bien o mal. Incluso muy mal. El ejemplo más reciente al respecto también está en Netflix: Historia de un crimen: Mauricio Leal. Mejor no ver esa producción inspirada en la historia de este peluquero y su mamá, asesinados por su hermano. Más provechoso ese tiempo gastarlo en otra como Noticia de un secuestro, la adaptación de la prosa de Gabo a una miniserie muy bien lograda.

La misma llave de talento Prince-González hizo otra serie aplaudida: El robo de siglo, basada en el asalto al Banco de la República en Valledupar por allá en 1994. Un proyecto amenazado por la pandemia que por fortuna salió adelante. Seis episodios protagonizados por Andrés Parra que se dejan ver de un solo tirón. Precisamente Parra hace el papel estelar en otra serie que a mi modo de ver es el mayor logro del país en esto de convertir en producciones audiovisuales los devenires noticiosos. Pablo Escobar, el patrón del mal es una serie de altísima calidad por donde se le mire. Los libretistas Juana Uribe y Camilo Cano, apoyados en el libro La parábola de Pablo de Alonso Salazar y en miles de notas periodísticas, trazaron la historia del peor genio del mal que haya tenido Colombia.

Siguiendo por la senda del drama histórico, si hay que señalar una referencia internacional, la miniserie que hay que ver es Chernobyl. Basta un televisor grande para considerar que es cine. Cine puro y duro. Una producción que corta la respiración. La historia del desastre nuclear en la planta de Chernobyl, en la Ucrania de 1986. El sustrato real es Voces de Chernóbil, uno de los libros de la periodista y premio Nóbel de Literatura, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich.

A diferencia de aquellas dos súper-producciones, Secuestro del vuelo 601 no demanda demasiadas tripas. Es un drama con rehenes y armas, sí, “basado en hechos reales”, pero la propuesta pasa por el delirio y el absurdo. Hay humor, una trama impredecible y una sarta de personajes entrañables. La secuencia de arranque de una madre cabeza de familia lidiando con el nuevo día es una vívida postal de la mujer colombiana. Porque esta es, de comienzo a fin, una producción colombiana pero no muy colombiana, quiero decir, ingeniosa, pero sin los clichés y las estupideces marca país.





Source link

Marc Valldeperez

Soy el administrador de marcahora.xyz y también un redactor deportivo. Apasionado por el deporte y su historia. Fanático de todas las disciplinas, especialmente el fútbol, el boxeo y las MMA. Encargado de escribir previas de muchos deportes, como boxeo, fútbol, NBA, deportes de motor y otros.

Related Articles

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Back to top button