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Si los Lakers se olvidan de serlo – AS


Setenta millones de dólares por seis años no es una mala oferta. Es, de hecho, mucho dinero. Como concepto envasado al vacío, es una obviedad. Desde esa certeza, se puede estirar el razonamiento todo lo que se quiera para, en el caso que nos ocupa, afirmar que ese 70×6 es una proposición muy jugosa para un entrenador sin experiencia NBA que se habría convertido, de haberla aceptado, en el sexto entrenador mejor pagado de la competición. Cuatro de los otros cinco (el quinto es Monty Williams, por lo que parece un genio de la negociación) son campeones con los dos pies en la historia: Gregg Popovich, Erik Spoelstra, Steve Kerr y Tyronn Lue. Así que , se pueden usar argumentos (envasados al vacío) con sonrisa de cartel electoral. Pero el problema es que, en el mundo NBA, las cosas no funcionan así.

En el mundo NBA, los Lakers podían permitirse que Dan Hurley les rechazara pero no que el asunto se convirtiera en una ópera bufa, guerra de insiders estrella incluida. Dados los resultados de sus gestiones en los últimos años, no tienen el beneficio de la duda y podían llevarse un revés… pero no dar la sensación de que o no saben cómo hacer las cosas o no tienen el dinero (sí, los Lakers) para hacerlas como Dios manda. A priori, no tiene mucha ciencia: si los Lakers querían que Dan Hurley se convirtiera en su nuevo entrenador, tenían que haber hecho una oferta estruendosa, tan irrechazable que la noticia fuera que Hurley, porque es un hombre de Costa Este y College, la había rechazado. Por su deseo de seguir ganando, porque no quiere que su familia tenga que mudarse a la otra punta del país o, hay quien está sumando dos y dos son cuatro, porque en realidad nunca pensó que era el momento de dejar UConn pero sí de exprimir a fondo las negociaciones con la universidad que ha convertido en referencia.

Hace más de un año, después del título nacional de 2022, Hurley firmó con los Huskies un nuevo contrato de seis años y 32,1 millones que necesitaba actualización cuando el pasado abril repitió título con un aldabonazo, pura superioridad, todavía mayor. Ahora dicen que negocia (que, convenientemente, ya lo hacía cuando llamaron los Lakers) uno de 50×6. Ese, que puede que acabe siendo todavía mayor, sí le va a poner en primera fila de los salarios de elite en al NCAA.

Lo merece, vaya que sí: ha construido un programa que será leyenda; Ha ganado los dos últimos títulos y aspira a lograr el primer threepeat de cualquier universidad que no sea UCLA. Su balance en estas dos temporadas triunfales ha sido un aplastante 68-11. Y en el último torneo nacional lograron la mayor ventaja total de puntos de siempre, +140. Hurley (51 años), no cuenta con los Lew Alcindor (Kareem, después) y Bill Walton de aquella UCLA que ganó siete títulos consecutivos (1967-73) con John Wooden como inolvidable arquitecto. Hurley, en otros tiempos, ha alcanzado categoría de gurú, especialmente en los entresijos ofensivos del juego, y se ha metido en la realeza del baloncesto universitario. Quizá fuera de Estados Unidos cuesta más entender hasta qué punto le sitúa eso en una dimensión tal que la oferta de los Lakers, si habían decidido que él era el hombre, tenía que haber sido mejor. Incuestionable, súper, imposible de esquivar salvo por las razones que pudiera tener Hurley y a las que no podían llegar los Lakers. Lo que no dependía de ellos.

Finalmente, una pura cuestión de imagen

Dice el hijo de Bob Hurley, el hall of famer que entró en la historia entrenando al instituto de St Anthony (su libro, un clásico en la literatura deportiva estadounidense, lo escribió Adrian Wojnarowski, el que ahora ha destapado las negociaciones), que no ha decidido por dinero. Y puede que sea verdad. Así que podrían no haber bastado tampoco los más de 100 millones por ocho años que habían corrido por la catarata de rumores del fin de semana. Pero esa era la oferta que los Lakers tenían que haber hecho. No hay tanta diferencia en la media anual, pero sí en el volumen y en el titular, en las formas. Era un puñetazo en la mesa y una manera de demostrar hasta qué punto la franquicia iba a confiar en él, a ponerse en sus manos. Alguien como Hurley necesitaba algo así, y un equipo como los Lakers tenía que espantar la imagen de que no quiere o no sabe creer en la figura del entrenador.

Esto tenía que haber sido, ya que se va a por caza mayor más allá de las fronteras NBA, un aquí estamos nosotros, han llegado los Lakers. Un hagamos las cosas como es debido. El 70×6 era una buena oferta, apreciable. Pero nada más. A la vista de lo que negocia con UConn, no le iba a dar ni un millón más al año. Peor: la diferencia de impuestos entre estados y el salto que hay entre L.A. y Storrs (Connecticut) en cuanto a coste de la vida, obligaba a los Lakers a pasar de 7 millones netos para que la cosa no quedara en unas extrañas tablas. Limpios de fiscalidad y ajustados a cada ciudad, la oferta de los Lakers rondaba los 5,6 millones al año por los poco más de 5 de la de UConn.

Además, la NBA implica un desgaste mayor en cuanto a viajes y calendario, y los Lakers llevan el plus de exigencia del agotador seguimiento de la prensa nacional y el ruido (histérico) de una afición tan masiva. Claro que por eso son los Lakers. Y cuesta creer que a un competidor enfermizo como Hurley no le picó, como mínimo, el gusanillo. Tiene dicho, en el pasado, que algún día le gustaría probar en la NBA. Y en la NBA no hay nada, a nivel de marca y símbolo, como los Lakers, que además iban a darle galones de nuevo hombre fuerte, con mando para rehacer la cultura de la organización y (esto es importante) el dinero y los años que le habrían dado seguridad en el tramo final de LeBron James (en caso de que, como parece, siga en el equipo) y Anthony Davis.

Hurley, además, se mueve con una red que no tienen entrenadores ya en la noria NBA. Por muy mal que le hubiera ido, por muy grande que pudiera haber sido el desastre si es que ese era el destino que tenía escrito esta aventura, siempre iba a tener en el buzón, como mínimo, una oferta mareante de una gran universidad. Ese estatus no lo iba a perder, y de hecho su valor en College está en un máximo que no superará… salvo que llegue el esquivo threepeat.

Dan es hijo de Bob Hurley Sr y hermano de Bobby, el heredero: base de Duke, jugador NBA con una carrera marcada por un accidente de tráfico que casi le cuesta la vida y ahora entrenador en Arizona State. Se pasó media vida siendo el otro en la familia, y seguramente podría haberse convencido, es uno de esos, de que el mundo pensaba que un tipo de Jersey City como él fracasaría entre las luces de neón de Hollywood. La tentación, ganar a su manera y ganar con los Lakers, parecía arrebatadora. Pero Hurley se queda en UConn. Los Lakers no podían controlar su decisión final, pero sí podían haber afrontado el proceso con otras cifras y otra jugada… o haber tenido el tiento de saber por dónde iba la cosa y ni intentarlo si no lo veían claro. Porque, ya que los últimos tiempos los han convertido en sospechosos, han acabado generando dudas, debates, bromas y una pregunta que es, en este caso y ya que nadie tiene ni idea de qué entrenador funcionará y cuál no, la verdaderamente trascendental: ¿acaso han dejado los Lakers de ser los Lakers?

Qué significa, de verdad, ser los Lakers

Ese, sal en la herida, es el quid de la cuestión. Lo mollar. Quizá Hurley tuviera en mente desde el principio seguir en UConn y solo quería sacar hasta el último dólar a la universidad; O quizá le dio vueltas de verdad a qué hacer con su vida y tomó la decisión a última hora, como se ha vendido. Los Lakers no pueden meterse en su cabeza, pero sí podían haberse asegurado de que nadie pudiera decir que la oferta no era suficiente, sugerente: rotunda.

Porque, aunque hace unos años este planteamiento habría parecido ciencia-ficción, ahora mismo es tan sencillo explicar por qué el puesto de entrenador de los Lakers sigue siendo una golosina premium como defender que es una silla eléctrica en la que las posibilidades de salir bien parado son mínimas. Desde que se fue Phil Jackson (2011), ningún entrenador ha estado más de tres años en la franquicia; los despachos son un alboroto que acumula tropezones, hay margen para moverse en el mercado (salarios, assets), pero sin excesos; LeBron (otra vez: si sigue) va a cumplir 40 años, y quien gestione su final tendrá que asumir que es un asunto que puede ser muy gratificante y extremadamente complicado, no digamos si acaba en el vestuario también Bronny, el hijísimo que no tiene culpa de nada pero al que sigue un rastro mediático que sería volcánico en los Lakers y junto a su padre.

Para colmo, no parece que el Oeste vaya a dar tregua, con un puñado de aspirantes que ahora mismo están por encima de los Lakers y otro lote de aspirantes a convertirse en aspirantes. En los últimos doce años, los Lakers solo han terminado una vez por encima del séptimo puesto (eso sí, fueron campeones: 2019-20). Y Jeanie Buss gestiona como si solo pensara en qué diría o haría su padre, con un tono de negocio familiar que parece de otra época, y más en una NBA que se está llenando de tiburones hípercapitalistas, de fortunas mareantes y códigos que tienen más que ver con especulación y burbujas que con las historias de culebrón y vieja escuela (para lo bueno y para lo malo) de aquella NBA en la que los Buss fueron mascarón de proa. La familia, cuyo negocio y blasón son los Lakers y no al contrario, tiene mucho dinero, pero no tanto como para enfrentarse a los Ballmer o Ishbia, y eso sin salir de su División. Anticuada en las cuentas y sin la riqueza de cargos y estructura de otras franquicias que sí viven en el futuro, conviene preguntarse cuánto queda, y cuánto va a durar, de la vieja y eterna ventaja competitiva que tenía un equipo al que, visto así, no se entiende por qué querría ir nadie ahora mismo.

La respuesta a eso es que son los Lakers. Claro. Una institución verdaderamente global (¿en qué lugar del mundo no se ve su logo al menos un par de veces?) cuyo valor se proyecta ya por encima de los 7.000 millones de dólares, más o menos a la altura de los Knicks (una histórica guerra entre costas) y solo por detrás de los Warriors, el nuevo patrón oro. En cuanto a ganancias netas, en 2023 se situaron por encima de los 500 millones, superados solo por los de la Bahía. Ganar un título con cualquier equipo es un logro extraordinario, pero conseguirlo con los Lakers es un poquito más. Acerca la inmortalidad. Son tópicos engolados, pero son verdades que implican que, históricamente, los grandes agentes libres siempre acaban queriendo jugar en los Lakers, así que siempre hay una buena oportunidad a la vuelta de cada esquina. Por el sol y las playas de California, por la luna y estrellas de Hollywood (y sus saraos) y por cómo Jerry Buss, el propietario que cambió el deporte estadounidense, embridó todo eso al significado de los Lakers en los años 80.

El mito construyó la excepcionalidad y la excepcionalidad alimenta el mito. Pero esta, en los buenos tiempos, era un estándar, una exigencia que dejaba claro qué había que ser y, sobre todo, qué no había que ser. Ahora parece que es solo un mantra, una forma de rezar el rosario y cerrar los ojos, como si todo fuera a ir bien porque sí. Como si bastara decir tres veces Lakers delante de un espejo. A veces puede parecer que es así, pero nunca es tan fácil. La cuestión es que, durante décadas, los Lakers no se han dedicado a mirarse al espejo y decirse que son los Lakers, sino a intentar serlo todos los días de todas las semanas. Sin descanso, hasta que salía bien.

Jeanie (62 años), la hija del Doctor Buss a la que Kobe Bryant llamó madre de dragones, ha vivido dentro del equipo desde que era una adolescente. Abrió la puerta de casa a Magic Johnson la primera vez que este se presentó por allí buscando a su padre, en (1979) el inicio de unas de las relaciones propietario-estrella más fascinantes (y fructíferas) de la historia del deporte. Nadie va a explicarle a ella qué son y cómo son los Lakers, desde luego, pero quizá convendría que alguien (que nunca será el matrimonio Rambis, que ejercen de constante mano derecha) le hiciera ver que la visión hay que aplicarla íntegramente, no solo en parte. Y que la actual NBA genera dinero a espuertas, pero también obliga a una inversión constante y muy elevada.

El dinero que no depende del salary cap

La fortuna de Jeanie Buss, totalmente vinculada a la franquicia, está estimada en unos 700 millones de dólares, entre las cinco más bajas de la actual NBA, que no es la ni la de hace cuarenta años, ni la de hace veinte… ni la de hace diez. Los equipos ya no son las unidades de poder concentrado que eran. Se han convertido en empresas multisectoriales con muchísimas capas de especialización y muchos campos de batalla en los que arañar ventajas competitivas. Los Lakers, todavía sin listas inacabables de personal y sin expandirse a ciertas áreas que empiezan a ser críticas, no son un modelo de franquicia moderna. Creen en las ventanas cerradas, una inclinación endogámica en la que parece que lo único importante es conocer la contraseña para cruzar el umbral. Y tienen ya, pese a la barbaridad que generan, menos dinero que muchos otros para gastar donde no se aplican las reglas de control salarial que rigen la relación con los jugadores: directivos, trabajadores de los que no van en chándal y, claro, también entrenadores.

Porque, además, en el último año el mercado de entrenadores NBA ha reventado, reseteado por el fichaje de Monty Williams por Detroit Pistons (6 años, casi 78,5 millones), una franquicia que (aunque desde entonces solo ha acumulado miseria) tenía claro cuál era su objetivo y se lanzó a por él con verdadera convicción (eso va en los millones de la oferta) aunque su valor apenas supera los 3.000 millones y sus ingresos no llegan a la mitad de los de los Lakers. Después, y con nuevas varas de medir (como tantas cosas, esto funciona por comparación: oferta y demanda) los Heat le dieron a Erik Spoelstra una extensión de ocho años y 120 millones y los Warriors a Steve Kerr dos extra por más de 17 millones anuales…

Así son las cosas ahora, y Dan Hurley lo sabe perfectamente. Tener al que crees que es uno de los mejores entrenadores del mundo tiene un precio inimaginable hace solo unos años. Y más vale acompañarlo de una estructura de despacho amplia, global y dinámica. Los Lakers no pueden seguir viviendo de espaldas a ese mundo, por mucho que haya cosas de la vieja escuela que sigan funcionando y aunque esté claro que el dinero no da la felicidad: Steve Ballmer, uno de los tipos más ricos del mundo, lleva una década en los Clippers, ha gastado todo lo que le han pedido que gastara… y sigue sin pisar unas Finales de la NBA.

En 2019 los Lakers no supieron o no quisieron lanzar un órdago por Monty Williams, que acabó en los Suns, ni por Tyronn Lue, que un año después firmó con los Clippers. Las ofertas no fueron competitivas, las negociaciones no parecieron limpias y el propio Lue contó después que la obsesión de los angelinos era emparejar los años de su contrato a los del de LeBron y poner cortafuegos al eje de poder que podía suponer reunir al entrenador y la estrella de los Cavaliers que remontaron un 3-1 a los Warriors en 2016, seguramente la mayor gesta de la historia de la NBA. Ficharon a Frank Vogel como tercera opción y, así es la vida, ganaron el título (el decimoséptimo de la franquicia) en su primera temporada. Pero tardaron diez meses desde entonces en firmar una extensión que, además, fue por un un solo año y comunicada de forma rácana y confusa.

En 2021, las lesiones de LeBron y Davis estropearon lo que parecía un equipo destinado a repetir título, y la franquicia exageró su reacción con el fatal (un error crucial de los que se tardan años en purgar) traspaso por Russell Westbrook. Vogel, que desde luego cometió errores, fue despedido solo dos años después de ser campeón y quedó como un mártir de póster, la cabeza que tenía que rodar para pagar los errores de quienes le dieron un equipo disfuncional y le quitaron el perfil de jugadores con el que había construido una defensa impenetrable (y campeona). Su sucesor, Darvin Ham, solo ha estado en el puesto dos años y ha sido despedido doce meses después de llevar a la final de Conferencia a una rotación totalmente reformada solo semanas antes. Ham ha cometido muchos (muchos) errores, pero ha acabado pareciendo otro títere sin demasiado peso, movido por los vientos que sacuden a una franquicia. Que, a la fuerza, últimamente soplan más en contra que de cara. Ham, además, tenía un contrato de unos cinco millones anuales, modesto para los estándares actuales y lo que implica una franquicia como los Lakers.

El fin del mundo nunca llega (no del todo)

Todas estas gestiones, volantazos y decisiones confusas son el background, el contexto en el que hay que interpretar el sainete Hurley. Por eso los Lakers no podían permitirse un circo fuera de madre mientras Briand Windhorst (ESPN) asegura que unos cuantos ejecutivos creen que ha vuelto a asomar esa racanería que no casa con ir a por las grandes figuras del mercado de entrenadores. Y Eric Pincus (Bleacher Report), un gran conocedor de la casa, da voz a los que se preguntan si los Lakers, sencillamente, ya no tienen el monedero lo suficientemente lleno como para afrontar determinadas operaciones. Un posible pecado capital para atraer a ciertas figuras estratégicas y para levantar cimientos sólidos, por mucho que en la pista, en lo que toca a la plantilla y las estrellas, los Lakers sí han seguido gastando, invirtiendo y cuidando (otra cosa es si con acierto) su marca. Llevan cuatro años seguidos pagando impuesto de lujo (con castigo por repetidores) y siete de los últimos trece rebasando el salary cap. En quiénes salen a jugar, desde luego, el problema no ha sido de dinero.

Es una cuestión de feeling, de sensaciones. Más de lo que parece que de lo que es. Porque desde dentro de los Lakers bien se puede argumentar que muchos querrían una crisis que en cuatro años ha dado un anillo y otra final de Conferencia, y que en menos de dieciocho meses (2018-19) convirtió una falta de identidad grave en la foto de LeBron James y Anthony Davis vestidos de púrpura y oro. Algunos se preguntan ahora qué habría sido de los Lakers, y de Jeanie Buss, si el primero no hubiera tenido entre ceja y ceja mudarse a Los Ángeles. Pero eso tampoco es justo: fueron los Lakers y Jeanie Buss los que aplicaron esa fuerza gravitacional que se sigue sintiendo por toda la NBA. No es razonabale, no todavía, dudar de que pueda seguir siendo así, pero hay que plantearse cuál es el precio de los errores y cómo de preparados están los Lakers para que (está la salvo LeBron) la siguiente generación siga percibiéndolos así: gigantes. El resto, el sol y las playas de California y la lunas y estrellas de Hollywood, siempre estará ahí.

Los voluntaristas también pueden decir, y con razón, que al desastre con Monty y Lue siguió un título de campeón, que los Lakers han ganado en todas las épocas y de todas las maneras y que tampoco había ninguna certeza de que Hurley se iba a adaptar a la NBA e iba a acabar siendo en ella mejor entrenador que asistentes de máximo prestigio (y que están a tiro) como David Adelman (Nuggets), Micah Nori (Wolves) o Chris Quinn (Heat). Tampoco sabe nadie qué tipo de entrenador sería (será, el salto parece inevitable) JJ Redick o cómo de bueno puede ser James Borrego sin las disfunciones que le servían cada día en el menú durante su etapa en los Hornets. Y, finalmente, tampoco faltará razón a los que argumenten que mejor mirar a la pista y arreglar una rotación que ahora es buena, pero no de elite. Sólida, pero no aspirante de verdad. Ahí hay, desde luego, otro trabajo que no es sencillo.

Los libros de historia también quitan drama al no de Hurley. Hace veinte años (2004) que Mike Krzyzewski, el gran entrenador universitario de su generación, rechazó 40 millones por cinco temporadas de los Lakers (esa sí: en su tiempo una oferta mareante) y prefirió seguir en Duke. Los angelinos tardaron solo cuatro años en jugar la primera de tres Finales seguidas. Claro que esta NCAA de derechos NIL, inestabilidad en el tránsito de jugadores y nuevo marco de relaciones (que nadie sabe hacia dónde conduce) no es la de entonces, y Hurley bien podría haber aprovechado la ocasión para hacerse a un lado y ver qué va pasando desde uno de los banquillos más emblemáticos (aunque seguramente también, ahora mismo, peligrosos) del mundo. Pero ha acabado tomando el mismo camino que Coach K. Y que, antes (en 1979), Jerry Tarkanian, el genio ofensivo de UNLV que también rechazó una oferta astronómica para entrenar a unos Lakers que cayeron así, de rebote en rebote, en la era del Showtime que ideó Jack McKinney y llevó a la perfección Pat Riley.

Tarkanian iba a doblar en L.A. el salario que ganaba en Las Vegas (unos 350.000 dólares de entonces). Pero, con la operación cerrada, tuvo tiempo para dar marcha atrás y volver a la universidad con la que por fin ganó el March Madness en 1990 porque, al más puro estilo noire, su agente, Victor Weiss, fue encontrado muerto dentro de un Rolls Royce, en un aparcamiento de Beverly Hills. Lo último que se había sabido de él es que había dejado cerrado con Jack Kent Cooke y Jerry Buss (dueños saliente y entrante de los Lakers) el salto de su representado a la NBA. La muerte (dos disparos por detrás en la cabeza) de Weiss, con fuertes conexiones con la mafia y el lavado de dinero manchado de sangre, no condujo a ningún arresto y sigue sin resolverse.

Los Lakers, con Buss tremendamente afectado por el turbio caso Weiss, viraron hacia Jack McKinney, un tipo excelente pero sin ningún glamour; un estudioso del baloncesto que no sabía ni qué era un traje caro y, finalmente, el poco reconocido inventor del Showtime, que puso a los angelinos en ocho Finales (cinco títulos) en la década de los 80. Casi todas con Riley, que venía de ser un exjugador (campeón con los Lakers de 1972) a la deriva y un brillante analista televisivo, la rendija por la que regresó al candelero en 1977.

La moraleja, si se quiere, es que los Lakers siempre siguen ahí, resisten, se recomponen y usan atajos que están vetados para otros. Pero eso no es una fórmula mágica que baste con ser recitada. Es el fruto del trabajo, las buenas ideas y la exigencia para aprovechar unas tierras, eso es indudable, más fértiles y vastas que las de otros. Eso sí es la excepcionalidad. El no de Dan Hurley no la ha enterrado, pero sí conviene tomárselo como un (otro) toque de atención, otra bombilla en rojo. Todo es cuestión de quién está escuchando y cómo va a decidir tomárselo. Porque los Lakers tienen un margen de error con el que la mayoría ni sueña, pero ni siquiera ellos pueden seguir apilando errores sin esperar que, como consecuencia, lleguen tiempos oscuros.

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Rohit Palit

Periodista deportivo y graduado en Ciencias de la Comunicación de Madrid. Cinco años de experiencia cubriendo fútbol tanto a nivel internacional como local. Más de tres años escribiendo sobre la NFL. Escritor en marcahora.xyz desde 2023.

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